El capítulo
8 del libro de la Sabiduría que leíamos la semana pasada terminaba con las
palabras de Salomón reconociendo la Sabiduría como un don inalcanzable para el
hombre si no es otorgado por Dios. Anhelando obtener este don compone la
oración que ocupa este capítulo noveno.
Comienza con
una alabanza en la que admira la grandeza de la creación, dejando claro, por un
lado, que todo lo que existe procede de Dios, y asumiendo, por el otro, la misión
del hombre de dominar el mundo que Dios ha dejado en sus manos, con prudencia y
humildad, buscando siempre el bien.
Con esta
oración de alabanza, antes de hacer su petición, centra la mirada en el Señor
evitando aferrarse a sus propios deseos y asume la verdadera posición del
hombre en la creación como criatura de Dios.
A
continuación, pide el don de la Sabiduría aceptando su propia pequeñez y la
necesidad de alcanzar de Dios esta gracia para poder actuar y gobernar conforme
a su voluntad. Esta plegaria no es únicamente una petición para que le conceda
su favor, si no que está motivada por el amor hacia su pueblo y hacia Dios, y su
deseo de agradarle en todo.
Termina la
oración reconociendo las limitaciones del hombre, incapaz de comprender el
mundo y los planes de Dios si no es por la revelación divina. En esta última
parte deja entrever como el sabio es aquel hombre sencillo que humildemente reconoce
a Dios como el único camino de salvación y se pone en sus manos, para que sea
su único guía. Esto nos recuerda la oración de Jesús al Padre en el Evangelio
de San Mateo: “Yo te bendigo Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has
revelado a los pequeños.” (Mt 11, 25).
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