El capítulo 5 del Libro de la Sabiduría presenta el juicio
final de los impíos y el destino de vida eterna de los justos. En él se
describe cómo, delante de los impíos, aparecerá en pie el justo al que
despreciaban y afligían en vida. Al verlo se aterrorizan, pues se dan cuenta de
que el orgullo y la riqueza que tenían en vida no sirven de nada; y se lamentan
por no tener una “señal de virtud que poder mostrar” porque no han dejado
ningún rastro bueno.
Este texto no habla del juicio de los pecadores sino de los
impíos. En los ladrones crucificados a cada lado de Jesús encontramos un
ejemplo de esta diferencia entre pecador arrepentido e impío. Al fin y al cabo,
Cristo vino al mundo para llamar a los pecadores. El justo que cita el texto,
que está en pie ante los impíos, no los condena sino que los propios impíos se
dan por condenados sin pedir auxilio.
Como texto del Antiguo Testamento, encontramos la plenitud
de lo que revela en el Nuevo, en concreto, en la visión del Juicio que da el
Apocalipsis. Así, si cuando nos encontremos delante del único Justo, del
cordero degollado que está en pie ante el trono de Dios, no tenemos suficientes
señales de virtud que hayan dejado rastro como para que seamos contados entre
los justos por nuestros méritos, miremos a las llagas que sí que han dejado un
rastro eterno en el cuerpo resucitado de Cristo porque, al acogernos a ellas
con la virtud de la humildad, somos justificados.
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