En
este segundo capítulo se nos relata el modo de actuar de los impíos: su
negación de Dios y de la Vida Eterna, su consecuente vida desordenada y su
persecución de quienes llevan una vida diferente, en realidad, más plena y
llena de sentido, porque les resultan molestos.
Llama
especialmente la atención la asombrosa semejanza entre el retrato que, en este
último sentido, hace el autor y la actitud que mostraron hacia Jesús sus
propios contemporáneos cuando lo crucificaron. Su fe, convertida en un conjunto
de normas vacío, había dejado de ser una convivencia real con el Señor, y así,
acabaron por actuar de la manera impía que describe el capítulo: desatendieron
a los pobres y a las viudas, y persiguieron, hasta darle muerte en la Cruz, a
Aquél que es el Justo por excelencia.
Por
el contrario, lo que distingue al justo es, precisamente, esa relación íntima y
estrecha con el Señor: “se llama a sí mismo hijo de Dios” (Sb, 2, 13), una
relación de Amor mutuo, a imitación del propio Jesucristo, quien llamaba a Dios
“Abba” (Padre). Esta intimidad especial se hacía evidente también en su trato
con el prójimo, especialmente, con los necesitados. Imitemos nosotros también
al que es Justo, busquemos esa misma cercanía íntima con el Señor en la oración,
y dejémosle que vivifique nuestra Fe, para que nuestras obras sean testimonio
profundo de ese Amor.
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