Saúl decide seguir su propio camino en lugar de someterse a Dios. Su reino iba decayendo, pero Yahvé estaba levantando a otro hombre para que se
convirtiera en el futuro rey de Israel.
A diferencia de Saúl, elegido rey por los hombres, es Dios quien elige
en secreto, a través de Samuel, a quien sería el “ungido” entre los hijos de
Jesé, de Belén. Samuel se fija en el hijo mayor, pero Yahvé no tiene
prejuicios: no escoge en base a la experiencia, belleza o inteligencia, sino
que mira el interior de las personas. No escoge ni al primogénito ni a los
hijos mayores de Jesé, sino al más pequeño: un humilde pastor llamado David.
Mientras que el Espíritu de Dios vino sobre David, Yahvé se apartó
de Saúl por su desobediencia enviándole un espíritu malo, como llamada al
arrepentimiento. Y Dios, que obra de forma milagrosa y misteriosa, hace que se
crucen los caminos de los ungidos, entrando David al servicio de Saúl, quien
desconoce quién era realmente el hijo de Jesé, para que le ayude a alejarse del
tormento del espíritu maligno.
La Palabra de hoy nos enseña, con la unción de David, que Dios no mira las apariencias, sino cómo
está nuestro corazón.
La sociedad actual nos presenta un paisaje cada vez más
superficial y efímero, prisionero de la
exterioridad, donde impera el amor propio, la falta de autenticidad para
conseguir la aceptación del otro, o la esclavitud material, que esconden un
vacío interior: Vanidad de vanidades,
todo es vanidad (Eclesiastés 1, 2).
Sin embargo, Dios no mira lo
que mira el hombre, sino que mira el corazón (1 Sam 16, 7), y tenemos el
deber de cuidar nuestro interior, poniendo como centro lo ESENCIAL que nos
llevará a la Verdad, porque es desde nuestro corazón desde donde podremos ver a
Dios: Dichosos los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8).
Para la cultura semita el corazón es el centro de los
sentimientos, de los pensamientos y de las intenciones de la persona humana. Nuestra
condición humana nos hace cometer errores que pueden llevarnos al pecado. Es
por ello que está en nuestra capacidad de discernimiento el poder comprender lo
que es verdaderamente de Dios y lo que no.
A veces estamos tan ciegos que no vemos más allá de lo que ven
nuestros ojos. Sólo desde la obediencia a Cristo y al Espíritu Santo, podremos ver
con claridad, para alcanzar la gracia de que nuestro corazón sea sencillo y
puro con la verdad que Dios nos da, comenzando con la limpieza del corazón corrigiendo
nuestras faltas para alejar el espíritu malo, con la conversión, y así
reencontrarnos con Dios en su Misericordia.
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