El capítulo anterior narra cómo, desde que el Arca de la Alianza había caído en manos de los filisteos, las ciudades que la albergan sufren desgracias. Ante el poder de Dios, los príncipes filisteos deciden devolver el Arca a Israel. El capítulo 6 del primer libro de Samuel comienza con la consulta de los filisteos a sus sacerdotes y adivinos acerca de cómo realizar la devolución. Estos se muestran
conocedores de la historia de Israel, de cómo la mano fuerte de Dios libró a su pueblo del poder de Egipto, y aconsejan no obrar como el faraón.
Este capítulo se centra en los actos de los filisteos. En capítulos anteriores han tratado de ser dueños de Dios, en lugar de sus siervos, llevando el arca de una ciudad a otra y poniéndola al lado de sus dioses. Ahora, por fin, se dan cuenta de que el lugar que corresponde a Dios no es un lado sino el centro y obedeciendo a sus sacerdotes deciden “dar gloria al Dios de Israel” (1) presentando una
compensación y caminando detrás del Arca, guiados por ella y no pretendiendo ser sus guías.
El Arca de la Alianza es el signo de la Antigua Alianza de Dios con su pueblo. La nueva Alianza se lleva a cabo en Jesucristo. Dado que María lo llevó en su seno, la llamamos, en las letanías del rosario, Arca de la Nueva Alianza. Ella es modelo y ejemplo de cómo dejar que Dios se sitúe en el centro de la vida y la dirija. Así, frente a las desgracias acaecidas sobre los filisteos por portar el Arca de Dios como sus dueños, María, que es su madre, es la llena de gracia por llevar a Dios como su sierva.
La compensación con la que los filisteos envían de vuelta el Arca consiste en figuras de oro de los males que padecieron por apoderarse de ella (tumores y ratas). Algo similar a lo que ocurrió cuando el pueblo de Israel se reveló en el desierto contra Dios y sufrió las mordeduras de las serpientes: Moisés, obedeciendo a Dios, levantó en un estandarte una serpiente de bronce y los que la
miraban quedaban curados de la mordedura (2). Así también esperan los filisteos quedar sanos ofreciendo figuras en oro, que permanece y no se oxida, de sus males. Así también nosotros, que hemos conocido que el Eterno (prefigurado por el oro) se hizo tiempo en las entrañas de la Virgen, sabemos que, no habiendo cometido ningún mal, experimentó en sus propias carnes los frutos del pecado (en la pasión) y, en palabras del profeta, “desfigurado, no parecía hombre, ni tenía
aspecto humano” (3), fue alzado así en el estandarte de la cruz y por Él hemos sido salvados.
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(1) 1 Sam 6, 5
(2) Núm 21, 4-9
(3) Is 52, 14
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