En el capítulo de hoy leeremos el
discurso de Samuel dirigido a la asamblea de Israel. Este discurso significará el
final de su etapa como juez, y, desde ese momento, su función principal será
únicamente la de profeta, limitándose así a la intercesión ante Dios y a
señalar los aciertos y errores de Saúl y del pueblo de Israel. Tras volver a
advertirles de las consecuencias que traerá el haber preferido un rey terrenal
por encima de Dios, Samuel invoca al Señor para recordar al pueblo de Israel su
inmenso poder que queda reflejado por una tormenta de verano. Asustado, el
pueblo de Israel pide a su profeta que interceda por ellos, y Samuel vuelve a
pedirles que permanezcan fieles sólo a Dios.
Sin embargo, el centro de este pasaje de
la Biblia no radica en la futura labor profética de Samuel, sino en la tentación,
casi continua, que tiene el ser humano de una vida sin Dios. ¿Cuántas veces
hemos pensado o se nos ha pasado por la cabeza que la vida sería mucho más
fácil sin Él, que parece atarnos a tantas normas? Es cierto que la sociedad de
hoy, al igual que el pueblo de Israel en ese momento, ha olvidado a Dios. Se le
ha dado la espalda en el momento que el ser humano, en su arrogancia, lo ha
considerado una carga inútil que, por tanto, lo único que hace es estorbar. De
este modo, la humanidad comete nuevamente una de sus mayores injusticias para
con Dios.
Frente a esta actitud, Samuel intercede
por Israel ante Dios y les recuerda uno de los siete dones del Espíritu Santo:
el Temor de Dios, es decir, que su bien radica en entregarse plenamente y con
confianza sólo a Dios, y no a ningún poder terrenal, y les hace rememorar todas
las ocasiones en que Dios les ha salvado a lo largo de su historia. No
desplacemos, como los israelitas, a Dios del centro de nuestras vidas, y
confiemos en el Señor, con “la alegría de un hijo que se ve servido y amado por
el Padre” (Papa Francisco, 11 de Junio de 2014).
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