El capítulo 11 del primer libro de Samuel narra el ataque de los amonitas sobre Yabés de Galaad. El ataque amonita es la ocasión que manifiesta que Saúl ha sido elegido por Yahvé. Saúl ha sido proclamado rey en Mispá (1 Sam 10,24) pero, como veíamos al final del capítulo anterior, no ha sido reconocido por todos (1 Sam 10, 27). Esta victoria es la culminación del itinerario regio de Saúl: unción secreta en el capítulo 9, reconocimiento público en el capítulo 10 y aclamación tras esta victoria.
En la historia del juez Jefté (Jue 11, 12ss) ya hemos visto las pretensiones de los amonitas sobre el territorio de las tribus transjordánicas. Ahora es el amonita Najás, que en hebreo significa “serpiente”, quien inicia el ataque. Ante esta amenaza, los de Yabés ofrecen un pacto de vasallaje. Un pacto de vasallaje normalmente obliga, sobre todo, a tributos y prestaciones personales, asegurando la soberanía. La propuesta del amonita de sacar a todos el ojo derecho es de una crueldad inútil, expresamente dirigida a la afrenta de todo Israel.
Ante semejante situación, Saúl recibe el espíritu de Dios y consigue su primera victoria: reunir a todos los de Israel “de modo que salieron como un solo hombre”. Con esta comunión que se produce por el sacrificio de los bueyes de Saúl, los hijos de Yahvé derrotan a aquellos guiados por la “Serpiente” (Najás) de tal manera que los supervivientes amonitas se desperdigaron “de modo que no quedaron dos juntos”.
Por ello, en la conciencia de Saúl y del pueblo, la salvación ha venido del Señor; la monarquía conserva el carácter de mediación humana.
Esta victoria es signo de esperanza para nosotros ya que la carne entregada y la sangre derramada en el sacrificio de Cristo en la cruz son comunión para los hijos de Dios. En ellos se derrama el Espíritu de Dios que nos permite vencer a la Serpiente. Y ahora esta monarquía ya no tiene el carácter de mediación humana porque nuestro Rey es el Señor.
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