Después de la
muerte de Moisés, Yahvé Dios eligió a Josué para conducir a los israelitas
hacia Canaán, la Tierra Prometida. El pueblo se estableció allí y trabajó la
tierra. Al final de la época de los jueces, unos 1.100 años antes de
Cristo, llegó una sequía y Noemí
marchó a los campos de Moab con su esposo y sus dos hijos, que se casan pero mueren dejando viudas a sus esposas, una de las
cuales es Rut. Rut, que significa “la amiga”, insiste en acompañar a su suegra Noemí de vuelta a la tierra de
Judá dejando atrás su tierra, sus padres y sus dioses, en un gran ejemplo de fidelidad, entrega y caridad hacia su suegra.
La amargura que
experimenta Noemí toca nuestro corazón. El abandono o la desgracia, aunque sea en mucha menor medida que
Noemí, es común a todos, hasta nuestro Señor en la cruz lo padeció. La
sensación de derrota es un toque de atención a poner siempre nuestra confianza
en el Señor porque su perspectiva es total, no como la nuestra que es corta. Pero, ¿y por qué la tragedia? Porque sin cruz no hay
gloria, sin muerte no hay Resurrección. El Señor sabe cómo, cuándo, dónde, porqué… hace las cosas.
En el éxito también
estamos llamados a la fidelidad, como Rut, y al contrario que la otra suegra de
Noemí, Orpá, que no perseveró y cede a quizá lo más
cómodo (de hecho, su nombre
significa “la que da la espalda”). Abundan entre nosotros las falsas esperanzas o
seguridades que nos pueden alejar del verdadero camino. El Señor nos ha llamado
a seguirle fielmente y nuestra meta no es otra que el Cielo.
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