Con el capítulo 22 culminamos la Lectura
completa del Libro del Apocalipsis, último Libro del Nuevo Testamento que nos
ha ido desvelando y presentando a lo largo de este año la realidad, tal y como
es y que incluso vivimos en nuestros días, pero sobre todo, se pone de
manifiesto la visión que tuvo Juan con el fin de llenar a los cristianos de
esperanza a todos los que tengamos Fe en Jesús. San Pablo (15,4-9) en sus
cartas a los Romanos ya nos lo decía: Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza
nuestra, de modo que entre
nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la
esperanza.
Hemos
visto durante varias catequesis Las
Cartas a las 7 Iglesias; Los 7 Sellos; Las 7 Trompetas; La Mujer, Miguel y el
Dragón, El Cordero; Las Dos Bestias; Las 7 Copas y las 7 Plagas, El Castigo a
Babilonia, y el Triunfo Final con el Juicio Universal. El escenario fue
cambiando, desde los momentos de llamada a la conversión, pasando por guerras,
crisis y destrucciones, llegando a un tiempo de paz. El Triunfo Final con el que comenzábamos a hablar el pasado lunes y
con el que terminamos hoy, nos presenta la Jerusalén Celestial, la
Ciudad Santa, el Reino de los Cielos en donde aquellos elegidos iremos al
encuentro con Jesús, donde alcanzaremos la Vida Eterna.
Por casualidad, o más bien, por diosidad, finalizando justamente hoy
este Libro, ayer comenzaba Adviento: tiempo en donde se nos anuncia la venida del
Hijo de Dios, un tiempo y una oportunidad para prepararnos en la esperanza y en
el arrepentimiento para su llegada y celebrar el Nacimiento de Jesús. Adviento
es Cristo, que vino, que viene, y que vendrá.
Si
en el Apocalipsis nos presentaban lo que pasará, y cómo será ese encuentro con
Dios en el Reino de los Cielos para aquellos que alcancen la Salvación, antes
de todo esto, ya algunos profetas anunciaron que el Hijo de Dios hecho Hombre
vendría, por primera vez, pues Isaías nos hablaba ya de la Venida del Mesías,
aquel que venía a Salvarnos. En otras palabras, Dios vino al Mundo hecho
hombre, y vendrá de nuevo con Gloria como juez, como Jesucristo Rey del
Universo para juzgar a quienes vayan al infierno (aquellos que no se
convirtieron y siguieron a la Bestia), y a quienes vayan al Reino de los Cielos
donde la única Luz será Cristo, pues esto es de lo que nos habla el Apocalipsis:
“Yo soy el Retoño y el descendiente de
David, el lucero radiante del alba” (Ap 22, 16)
En
las lecturas de estos cuatros Domingos de Adviento también nos anunciaban o
leeremos próximamente, sobre el Reino de los Cielos. Isaías, un vez más, nos
hablaba de que el Señor reúne a todos los pueblos en la paz eterna del Reino de
Dios, que (Is, 11) No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados (…) Habitará
el lobo con el cordero, la
pantera se tumbará con el cabrito, el
novillo y el león pacerán juntos: un
muchacho pequeño los pastorea.
Y
es cierto que hoy por hoy vivimos en un mundo donde “gemimos en valle de
lágrimas”, donde pensamos que en tiempos difíciles donde hay corrupción,
miseria, pobreza, insolidaridad e injusticia, pocos tienen mucho y muchísimos
tienen poco, estructuras económicas injustas, desigualdades, intolerancia
política, guerras, la globalización en un mercado de consumo y pecado social,
catástrofes naturales…, que nos tienen sumidos en desesperanza, angustia y
pesimismo, hablar de un Mundo Perfecto
(o un mundo ideal), donde incluso los animales ya no se atacarán entre sí y
vivirán en armonía, donde hablar de un lugar en el cual no exista la maldad, o en
el que vivamos sin injusticias, donde, como dice el Magnificat “a los pobres los
colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” o donde las
Bienaventuranzas se cumplen, parece hablar de una Utopía. Dice el Versículo 7
del Capítulo de hoy: “¡He aquí, vengo pronto!
Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro”. Es
decir, Jesús vino hecho hombre, pero vendrá otra vez, y con optimismo tenemos
que confiar en estas palabras, ya que la lectura de hoy, y la Biblia en
general, nos tiene que llenar de Esperanza, y sobre todo de Fe, porque este
mundo que parece utópico existe: es el Reino de los Cielos, y es perfecto en sí
porque Jesús Rey del Universo estará en ese Reino y vendrá en cualquier momento.
Igualmente,
este escenario es familiar y ya lo conocemos. Se puede decir que es la primera
escena de la “historia” del Génesis: Lo que aquí llamamos la Jerusalén
Celestial, es el paraíso del primer Libro de la Biblia. Veremos que en esta
Ciudad tendremos un río de agua, agua de Vida Eterna, que nos quitará la sed, y
a diferencia del paraíso de Adán y Eva, en donde Dios les puso a prueba
prohibiéndoles comer del fruto del “árbol
de la ciencia, del árbol del bien y el mal”, en este Reino el “árbol de la
Vida” da frutos en los que ya no hay ni maldiciones ni prohibiciones para poder
comer de ella porque el Mal ya no existe. En la Nueva Jerusalén ya no nos
encontraremos ni con la serpiente ni el pecado, quienes fueron vencidos en los
anteriores capítulos. Veremos la unión entre el Hombre y Dios, que por causa
del Mal no se logró en el Génesis. Una boda, un matrimonio entre Dios y la
Iglesia va a ser garantía de esa unión perpetua. Al igual que al principio, el
hombre no va a tener necesidades, ni dolores, ni muerte, pues la Jerusalén
Celestial es la ciudad perfecta donde las utopías no existen. No va a ser
necesario un templo para orar ya que toda la ciudad va a ser templo de Dios,
pues en ella se encuentra el principio y el fin, el Alfa y la Omega.
Y
aunque este capítulo nos dé un aliento de Vida y Esperanza, también nos hace
una advertencia directa a cualquiera que añada o quite algo de este libro, y de
las Escrituras en general. Así que como cristianos, estamos llamados a llevar
la Palabra, tal cual está escrita sin hacer modificaciones, ya que ello
supondría consecuencias negativas hacia nosotros.
Por
lo tanto, debemos seguir a Dios, pues desde el momento que fuimos bautizados
estamos llamados a llevar la Buena Noticia, que Jesús viene en este tiempo de
Adviento para llamarnos a la conversión, a reflexionar, a “estar en vela, porque no sabemos qué día vendrá nuestro Señor”
(como nos decía Mateo en la Lectura de ayer), pero también vendrá de nuevo para
construir el Reino de los Cielos, la Nueva Jerusalén donde la oscuridad no
existirá ya que Él es la Luz que hoy por hoy ilumina ya nuestro camino, y en Él no hay tiniebla alguna (1 Jn 1, 5)
¿Y
qué supone seguir a Cristo para nosotros? Significa, entre otras cosas:
1.
Vivir con austeridad, como signo de caridad
con los más pobres.
2.
Considerar el dinero como algo relativo,
que ya no nos pertenece exclusivamente, porque lo compartimos con los
necesitados.
3.
Estar abierto hacia los demás y actuar
con sencillez y humildad en las relaciones interpersonales.
4.
Servirnos de las cosas con sentido de
pobreza y desprendimiento, considerándolas como medios, y no como fines en sí
mismos.
5.
Estar en actitud de servicio ante los
demás, considerándonos servidores de todos por amor; llegando así a Dios a
través de los otros.
6.
Tener un espíritu renovador, que quiere
hablar con urgencia a todo lo que se opone al amor y a la justicia.
7.
Hacer oración frecuente, como
reconocimiento de la presencia amorosa de Dios en nuestra Vida; y encomendarle
nuestras peticiones y nuestro día a día al Señor.
8.
Luchar contra las injusticias y
opresiones que vemos en la sociedad.
9.
Acercar a los que están alejados de Dios
a que le conozcan y vean su rostro a través de nosotros.
10. Vivir
la vida cristiana en grupo, en comunidad. Así como vivir la Vida, que es un
Regalo de Dios.
11. Nutrirnos
de la Palabra, pues es nuestra medicina espiritual.
12. Y
tener siempre presente y recurrir a María para que interceda también y nos
proteja, y que ruegue por nosotros.
Pero
todo esto se resume en dos: Amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Pues esto es la esencia
de la Fe Cristiana. Como cristianos
debemos amar a todos, sin excepción y sin juzgarles, y amar a los que necesitan
nuestro consuelo. Porque esto es caridad, y la caridad no consiste en dar, sino
en DARSE, darse a uno mismo en servicio a los demás, por amor a Dios, como hizo
Nuestro Señor.
Con
confianza actuemos así, para poder encontrarnos con Él, llevando la Palabra de
Dios, porque sólo Él tiene palabras de Vida Eterna, y ser juzgados para tener
un lugar en la Jerusalén Celestial,
donde Dios será y es nuestra Luz, por los siglos de los siglos.
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