En este
capítulo, vemos cómo uno de los ángeles que en el capítulo anterior portaban
los cálices acude al apóstol y
le muestra dos personajes: Babilonia y una Bestia de siete cabezas y diez
cuernos, sobre la que estaba sentada. El apóstol contempla asombrado cómo
Babilonia bebe la sangre de los mártires y los fieles de Cristo, y el ángel se
dispone a revelarle la identidad de Babilonia y del ser que monta en un
lenguaje simbólico.
La gran
Babilonia parece no ser otra que Roma y su Imperio pues de ella se dice que es
“la gran ciudad que reina sobre los reyes de la Tierra” (Ap, 17, 18), y, más
adelante, que se asienta sobre las siete cabezas de la Bestia, que son siete
montes (efectivamente, Roma se asentó sobre siete colinas). Hablando de la
Bestia, el ángel dice que “fue, y no es, ella ha de subir del abismo, y vendrá
a perecer luego” (Ap, 17, 8). Estas enigmáticas palabras tienen su explicación
en una creencia popular de la época según la cual el emperador Nerón no habría
muerto, sino que se habría refugiado en Persia desde donde regresaría para
vengarse de sus enemigos. Pero hay más: sus siete cabezas no eran sólo siete
montes, también eran siete reyes, es decir, siete emperadores, de los cuales
cinco habían pasado ya (en ellos se ha visto a la dinastía julio-claudia), uno
reinaba entonces (al que se identifica con Vespasiano), y el último reinaría
poco tiempo, el emperador Tito. A éste sería al que sucedería la Bestia, que
era a la vez uno de los siete (Nerón). Por tanto, la Bestia era una persona
concreta: el emperador Domiciano, quien, creyéndose un dios, mandó la segunda persecución
contra los cristianos, mucho mayor que la anterior, por lo que no es extraño
que los cristianos creyeran que Nerón realmente había regresado.
Ahora
bien, ¿qué dice para los cristianos de hoy este pasaje? La Bestia encarna la
idolatría y Babilonia (Roma), la lujuria (se la presenta como la gran ramera),
la riqueza y el poder (“vestida de púrpura y de escarlata, de piedras preciosas
y de perlas”); los diez reyes que son los diez cuernos no son sino los hombres
que ansían estas tres cosas a cualquier precio, incluso rendirse a la
idolatría. Por tanto, el capítulo nos habla también de la mayor tentación que
asalta al hombre desde los tiempos del Génesis: “seréis como dioses” (Gn, 3,
5), la tentación de suplantar a Dios, del absolutismo del hombre; un hombre que
prescinde de Dios y que, por tanto, tiene otros fines: la carne, el dinero y/o
el poder (simbolizados en Babilonia), de los cuáles no es sino un esclavo
(fijémonos en que es Babilonia la que cabalga a la Bestia).
Pero, sobre todo, este capítulo es un mensaje de esperanza. Aunque
la Bestia y los reyes que con ella se han aliado se enfrentarán a Cristo que es
el Cordero, “el Cordero los vencerá porque es el Señor de Señores y el Rey de
Reyes” (Ap, 17, 14), y con Él vencerán los que le son fieles. Se repite aquí la
promesa que Cristo hizo a Pedro: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré Mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra
ella” (Mt, 16,18). Y no lo harán, como dice el ángel al final de este capítulo,
porque el Mal se vuelve contra sí mismo. Confiemos en esta promesa cuando nos
veamos tentados por lo que la Bestia y Babilonia representan.
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