En el capítulo anterior vimos que quienes seguían a la
bestia, llevaban impregnado en sus frentes su “marca”, el número de nombre, el
666.
En contraposición a esto, en la primera parte de este
capítulo 14, se nos dice que había una gran muchedumbre que llevaba la “marca
de Dios”, un sello, la señal de la Santa Cruz. Para los cristianos, la Cruz no
es símbolo de sufrimiento o de opresión, sino todo lo contrario; la Cruz es
señal de liberación: Cristo vino al mundo para salvarnos, aunque para ello
tuviera que morir crucificado.
Muchos son los llamados por Dios, pero pocos los elegidos
para participar en el servicio celestial. Las Escrituras nos dicen que sólo
144.000 personas fueron rescatadas por Dios por mantenerse fieles a Cristo, sin
contaminación alguna con ninguna mujer. En 2 Cor (11,2), Pablo aplica la misma
metáfora a los cristianos: “porque os
celo con celo de Dios; pues os he desposado con un sólo esposo, para
presentaros como una Virgen pura para Cristo”.
La imagen de la salvación es clara: a la derecha se sentarán
los benditos de su Padre, pues como dice la Sagrada Escritura – “venid benditos de mi Padre, porque tuve
hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba huérfano y
me hospedasteis, enfermo y me cuidasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”.
Por el contrario, a su izquierda se postrarán los malditos de su Padre, todos
aquellos que no hayan obrado bien con su prójimo, ya que “todo lo que no hagamos a uno de estos sus hermanos pequeños, a Él
tampoco se lo haremos”.
Estas 144.000 personas mueren en la tierra como hermanos y
son resucitados a la vida celestial como espíritus. Pero, ¿por qué esta cifra?
Cuando Jesús es preguntado por los que se van a salvar, Él no establece ninguna
limitación en cuanto al número, tan sólo resalta la estrechez de la puerta. Ya
el capítulo 7 (versículo 4) hacía referencia a esta cifra, indicadora de los
salvados por el Señor, pertenecientes todos al pueblo de Israel. El número
144.000 hay que entenderlo de modo simbólico. De cada una de las tribus eran
selladas 12.000 personas, como había 12 tribus hacen un total de 144.000
personas. El doce es un número
sagrado que indica plenitud y mil
representa inmensidad.
Dios redimió a su pueblo a través del Cordero, es decir, a
través de Cristo. Los hechos se desarrollan en el monte Sión, que en el Antiguo
Testamento era el lugar donde se encontraba el templo y donde Dios reinaba y
habitaba entre su pueblo.
Los ángeles (mensajeros de Dios) tocaban sus instrumentos
como símbolo de júbilo y de fiesta. Pero, la melodía sólo podía ser escuchada
por las personas escogidas. Ya desde los primeros años, en tiempos de Adán y
Eva, Dios nos dio la libertad de elegir entre el Bien y el Mal. Todos podían
oír su Palabra, pero sólo los que estaban limpios de corazón, podían escucharla
y meditarla. Lo mismo ocurría con la melodía celestial. Así concluye la primera
parte de este capítulo.
En la segunda parte del capítulo, se nos habla de tres
ángeles:
La Escritura define el mensaje del primer ángel como el
“Evangelio eterno”, es decir, la “buena nueva” que Dios tiene preparada a los
hombres para su salvación. El ángel previene a la humanidad diciendo “temed a
Dios y dadle gloria”. Pero, ¿qué es eso de temer a Dios? ¿Es acaso tenerle
miedo? Y si es así, ¿cómo podemos tener miedo a Alguien, que ha sido capaz de
enviar a su Hijo primogénito para salvar al mundo entero? El temor de Dios es
uno de los dones del Espíritu Santo. Pues bien, la presencia del Altísimo nos
causa temor porque la idea de divinidad es tan majestuosa que, ninguna mente
humana puede comprenderla con plenitud. Aun así, Él nos dice “no temáis”, como símbolo de la confianza
que uno debe depositar en el Señor, quien nunca te abandonará. Sólo quien
alaba, confía y guarda sus Mandamientos, teme a Dios. Pero, a Dios no sólo hay
que temerle, sino también hay que darle gloria. Glorificar al Señor no es otra
cosa que alabarle, dándole gracias por todas las cosas que nos brinda cada día.
El segundo ángel anuncia el fracaso de la bestia. Para ello,
la Sagrada Escritura usa el símbolo de una ciudad – Babilonia. Su caída
representa la victoria de Dios sobre el Maligno. Ya en el Antiguo Testamento,
Babilonia era símbolo de rebelión contra Dios, reflejo de ello encontramos la
construcción de la Torre de Babel (Gén 11, 1-9). Los babilonios llamaron a la
ciudad ”Babilu”, que significa
“puerta de los dioses”, creyendo que a través de su ciudad tendrían acceso a
los dioses.
El mensaje del tercer ángel es una advertencia acerca de los
peligros que conlleva el seguir a la bestia, y no a Cristo. En definitiva,
todos los que sigan a la bestia perecerán en presencia del Cordero y de los
ángeles. Por ello, hay que ser pacientes en el Señor, pues Él todo lo puede.
La última parte del capítulo 14 del libro del Apocalipsis,
trata sobre la “cosecha de la tierra”. En ella vuelven a aparecer seres
angelicales. El primero de ellos puede hacer referencia a Cristo, pues las
Escrituras lo definen como “el Hijo del
Hombre”. Él empezará la fase final del juicio de la Tierra. A continuación,
se describe la aparición de otros ángeles que llevaban hoces afiladas en sus
manos, por el mero hecho de labrar y vendimiar la tierra. En la Biblia es muy
común la metáfora de “labranza”. Para
obtener buenas cosechas hay que labrar y cultivar la tierra. Lo mismo ocurre
con la vida espiritual: si no nos formamos espiritualmente, nunca llegaremos a
ser santos. El alimento imprescindible para cualquier cristiano debe ser Cristo
y su Palabra. El texto hace referencia a la viña de la tierra y no a la
verdadera viña, lo que nos hace pensar que están hablando de personas creyentes
a las que “hay que cultivar, es decir, rescatar de los dominios de la bestia”.
La moraleja de este capítulo es clara: el final de nuestros
días está cerca y el Hijo del Hombre vendrá para salvarnos. Con su venida habrá
un cielo nuevo y una tierra nueva, puesto que Jesús es el Camino, la Verdad y
la Vida (Jn 14, 6). Así se realizará la plenitud de Cristo (Ef 4, 13) en la que
Dios será todo en todos (1 Cor 15, 28).
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