miércoles, 9 de octubre de 2013

Apocalipsis 14 (Estefanía 07/10/2013)

En el capítulo anterior vimos que quienes seguían a la bestia, llevaban impregnado en sus frentes su “marca”, el número de nombre, el 666.
En contraposición a esto, en la primera parte de este capítulo 14, se nos dice que había una gran muchedumbre que llevaba la “marca de Dios”, un sello, la señal de la Santa Cruz. Para los cristianos, la Cruz no es símbolo de sufrimiento o de opresión, sino todo lo contrario; la Cruz es señal de liberación: Cristo vino al mundo para salvarnos, aunque para ello tuviera que morir crucificado.
Muchos son los llamados por Dios, pero pocos los elegidos para participar en el servicio celestial. Las Escrituras nos dicen que sólo 144.000 personas fueron rescatadas por Dios por mantenerse fieles a Cristo, sin contaminación alguna con ninguna mujer. En 2 Cor (11,2), Pablo aplica la misma metáfora a los cristianos: “porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un sólo esposo, para presentaros como una Virgen pura para Cristo”.
La imagen de la salvación es clara: a la derecha se sentarán los benditos de su Padre, pues como dice la Sagrada Escritura – “venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba huérfano y me hospedasteis, enfermo y me cuidasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Por el contrario, a su izquierda se postrarán los malditos de su Padre, todos aquellos que no hayan obrado bien con su prójimo, ya que “todo lo que no hagamos a uno de estos sus hermanos pequeños, a Él tampoco se lo haremos”.
Estas 144.000 personas mueren en la tierra como hermanos y son resucitados a la vida celestial como espíritus. Pero, ¿por qué esta cifra? Cuando Jesús es preguntado por los que se van a salvar, Él no establece ninguna limitación en cuanto al número, tan sólo resalta la estrechez de la puerta. Ya el capítulo 7 (versículo 4) hacía referencia a esta cifra, indicadora de los salvados por el Señor, pertenecientes todos al pueblo de Israel. El número 144.000 hay que entenderlo de modo simbólico. De cada una de las tribus eran selladas 12.000 personas, como había 12 tribus hacen un total de 144.000 personas. El doce es un número sagrado que indica plenitud y mil representa inmensidad.
Dios redimió a su pueblo a través del Cordero, es decir, a través de Cristo. Los hechos se desarrollan en el monte Sión, que en el Antiguo Testamento era el lugar donde se encontraba el templo y donde Dios reinaba y habitaba entre su pueblo.
Los ángeles (mensajeros de Dios) tocaban sus instrumentos como símbolo de júbilo y de fiesta. Pero, la melodía sólo podía ser escuchada por las personas escogidas. Ya desde los primeros años, en tiempos de Adán y Eva, Dios nos dio la libertad de elegir entre el Bien y el Mal. Todos podían oír su Palabra, pero sólo los que estaban limpios de corazón, podían escucharla y meditarla. Lo mismo ocurría con la melodía celestial. Así concluye la primera parte de este capítulo.
En la segunda parte del capítulo, se nos habla de tres ángeles:
La Escritura define el mensaje del primer ángel como el “Evangelio eterno”, es decir, la “buena nueva” que Dios tiene preparada a los hombres para su salvación. El ángel previene a la humanidad diciendo “temed a Dios y dadle gloria”. Pero, ¿qué es eso de temer a Dios? ¿Es acaso tenerle miedo? Y si es así, ¿cómo podemos tener miedo a Alguien, que ha sido capaz de enviar a su Hijo primogénito para salvar al mundo entero? El temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo. Pues bien, la presencia del Altísimo nos causa temor porque la idea de divinidad es tan majestuosa que, ninguna mente humana puede comprenderla con plenitud. Aun así, Él nos dice “no temáis”, como símbolo de la confianza que uno debe depositar en el Señor, quien nunca te abandonará. Sólo quien alaba, confía y guarda sus Mandamientos, teme a Dios. Pero, a Dios no sólo hay que temerle, sino también hay que darle gloria. Glorificar al Señor no es otra cosa que alabarle, dándole gracias por todas las cosas que nos brinda cada día.
El segundo ángel anuncia el fracaso de la bestia. Para ello, la Sagrada Escritura usa el símbolo de una ciudad – Babilonia. Su caída representa la victoria de Dios sobre el Maligno. Ya en el Antiguo Testamento, Babilonia era símbolo de rebelión contra Dios, reflejo de ello encontramos la construcción de la Torre de Babel (Gén 11, 1-9). Los babilonios llamaron a la ciudad ”Babilu”, que significa “puerta de los dioses”, creyendo que a través de su ciudad tendrían acceso a los dioses.
El mensaje del tercer ángel es una advertencia acerca de los peligros que conlleva el seguir a la bestia, y no a Cristo. En definitiva, todos los que sigan a la bestia perecerán en presencia del Cordero y de los ángeles. Por ello, hay que ser pacientes en el Señor, pues Él todo lo puede.
La última parte del capítulo 14 del libro del Apocalipsis, trata sobre la “cosecha de la tierra”. En ella vuelven a aparecer seres angelicales. El primero de ellos puede hacer referencia a Cristo, pues las Escrituras lo definen como “el Hijo del Hombre”. Él empezará la fase final del juicio de la Tierra. A continuación, se describe la aparición de otros ángeles que llevaban hoces afiladas en sus manos, por el mero hecho de labrar y vendimiar la tierra. En la Biblia es muy común la metáfora de “labranza”. Para obtener buenas cosechas hay que labrar y cultivar la tierra. Lo mismo ocurre con la vida espiritual: si no nos formamos espiritualmente, nunca llegaremos a ser santos. El alimento imprescindible para cualquier cristiano debe ser Cristo y su Palabra. El texto hace referencia a la viña de la tierra y no a la verdadera viña, lo que nos hace pensar que están hablando de personas creyentes a las que “hay que cultivar, es decir, rescatar de los dominios de la bestia”.
La moraleja de este capítulo es clara: el final de nuestros días está cerca y el Hijo del Hombre vendrá para salvarnos. Con su venida habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, puesto que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6). Así se realizará la plenitud de Cristo (Ef 4, 13) en la que Dios será todo en todos (1 Cor 15, 28).

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