Estando Juan
en una isla llamada Patmos oyó una voz del cielo que gritaba: “Todo lo que veas y oigas, escríbelo en un
libro y envíalo a las siete iglesias de Asia: a Éfeso, a Esmirna, a Pérgamo, a
Tiatira, a Sardes, a Filadelfia y a Laodicea”. Así surgió el último libro
del Nuevo Testamento, el Apocalipsis.
La primera parte del libro nos habla sobre las
epístolas a las siete iglesias de Asia. El siete
es un símbolo para los cristianos: siete
son los Sacramentos; Juan vio siete candeleros de oro que
representaban a las siete iglesias y
sobre su diestra había siete
estrellas; los ángeles tocaban siete
trompetas…
La segunda parte del Apocalipsis nos muestra el
tribunal de Dios y el despliegue de las fuerzas para luchar contra el Mundo.
Aquí es preciso destacar la apertura de los siete sellos con los que estaba
sellado el Libro que sólo podía ser abierto por el Cordero.
En la tercera parte, se quiere acabar con el antiguo
mundo pagano y con Israel. Para ello, siete ángeles se disponen a tocar siete
trompetas. Al son de cada trompeta van ocurriendo acontecimientos tales como:
el mar se convierte en sangre, la caída del cielo de un astro grande llamado
Ajenjo, la pérdida de la tercera parte del brillo del día y de la noche, la
plaga de langostas o la muerte de la tercera
parte de los hombres.
Tras haber tocado los seis primeros ángeles sus
trompetas, una voz del cielo ordenó a Juan que se comiese el “librito
profético” con el fin de evangelizar al resto del mundo.
Pero, ¿qué pasó con el séptimo ángel? Pues bien, según dicen las Escrituras, “cuando el séptimo ángel toque su trompeta,
se cumplirá el misterio de Dios, y serán juzgados los muertos y recompensados
los profetas y los santos”.
Tras hacer un breve repaso por todo el libro del
Apocalipsis, me centraré en la cuarta parte, es decir, en la Encarnación del
Hijo de Dios y las encarnaciones del dragón.
El capítulo de hoy nos muestra la lucha del hombre
en contra del Mal, representado como un dragón grande con siete coronas sobre
siete cabezas y con diez cuernos. Era la antigua serpiente llamada Diablo o
Satanás que fue arrojada a la Tierra tras haber perdido su batalla en el Cielo.
Ya desde mucho antes, el Mal era representado en
forma de serpiente, quien tras haber tentado a la mujer a comer del fruto
prohibido, “fue maldita entre todas las
bestias del campo” (Génesis 3, 14-15).
Pero Dios es misericordioso con su pueblo y envía a
su propio Hijo para librarles del Mal. Para ello, se servirá de una mujer
humilde y trabajadora llamada María.
En el Cielo aparecerá como una mujer envuelta por el
Sol, con la Luna debajo de sus pies y enjoyada con una corona con doce
estrellas sobre su cabeza. Esta descripción hace referencia a la Virgen
Milagrosa, que se celebra el 27 de noviembre. Ella dará a luz al Mesías, a
Jesucristo Nuestro Señor.
Satanás nunca se da por vencido y persigue a la
mujer dispuesto a tragarse a su Hijo en cuanto dé a luz. Pero, los caminos de
Dios son inescrutables y la mujer huye hacia el desierto en busca de cobijo y
protección.
Existe un cierto paralelismo entre este capítulo y
el Éxodo, libro del Antiguo Testamento, donde Dios ayuda al pueblo de Israel a
salir de Egipto. Para ello, deberán atravesar varios desiertos haciendo frente
a plagas y a tentaciones mundanas. Además, Jesús se retiró al desierto donde
fue tentado por el Diablo, como bien nos muestran las Escrituras. Con todo
ello, podemos decir que el desierto no sólo es un lugar de retiro, de reflexión
y de encuentro de Dios con su pueblo, sino también es un lugar de tentación.
La serpiente, lejos de rendirse, expulsa de su boca
un río de agua para que la corriente arrastre a la mujer, quien será auxiliada
por la propia tierra que “abrirá su boca”
para hacer desaparecer todo el líquido.
En referencia a lo
expuesto anteriormente, he de decir que este hecho es paralelo a lo que sucede
en el Éxodo, donde la tierra deja “abrir
sus aguas” para que el pueblo de Israel sea liberado.
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