Hoy comenzamos la lectura del
último libro del Nuevo Testamento: el Apocalipsis. La palabra “apocalipsis”
significa “revelación” en griego. Un apocalipsis se diferencia de una profecía
en que su autor ha recibido unas visiones, y no ha escuchado una revelación
divina que se transmite oralmente, y en que no tienen valor en sí mismas sino
por su simbolismo: en los números, los objetos, las partes del cuerpo o los
personajes.
San Juan, prisionero por orden
del emperador Domiciano en Patmos (una pequeña isla del archipiélago griego más
oriental), cae en éxtasis y comienzan las visiones. Se le aparece el Mesías,
con una túnica talar (representando el sacerdocio), con un ceñidor de oro (por
su realeza), con cabellos blancos (por su eternidad), con ojos llameantes (de
ciencia divina) y pies de metal (que expresan su estabilidad).
La autoría del libro del
Apocalipsis se ha atribuido al apóstol Juan, autor del cuarto Evangelio, pero
parece que fue escrito por su círculo a finales del s. I. En este periodo histórico
se sucedieron persecuciones violentas contra la Iglesia, y el texto está
destinado a levantar la moral de los cristianos, igual que los grandes temas
proféticos anunciaban al esclavo y oprimido pueblo de Israel su liberación y su
dominio sobre sus enemigos. No obstante, el alcance de este libro llega a los
fieles de todos los tiempos, porque no han de confiar ya sólo en la promesa de
Dios de permanecer “con su Pueblo” (Ex 25, 8) porque ahora nos ha unido a su
Hijo, que ha vencido al pecado y a la muerte.
El Apocalipsis, por tanto, es el
anuncio de la victoria definitiva sobre el mal, y no debemos confundirnos con
el adjetivo “apocalíptico” que a menudo se utiliza para describir situaciones
catastróficas. De hecho, los cristianos esperamos precisamente este
acontecimiento, lo cual queda de manifiesto en la celebración de la Eucaristía,
que como iremos viendo, explica y adelanta las visiones del Apocalipsis, la
cena del Cordero.
El inicio de este libro es una nueva manifestación de que la Salvación es para todo hombre y mujer, llamados a vivirla como un acontecimiento que va a llegar pronto, en cualquier momento, y a reconocer a Dios como el alfa y la omega, principio y fin de todas las cosas. Desde esta perspectiva todo cambia y ya las metas temporales como lo que vaya a hacer el “finde”, cuando acabe la carrera… pasan a un segundo lugar y la meta definitiva y más importante es el encuentro con el Señor.
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