sábado, 12 de enero de 2013

Hechos de los Apóstoles 28 (Javier 07/01/2013)



Con la lectura de hoy llegamos al último capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, al acabarlo, no parece que este libro termine aquí y ciertamente aún no ha terminado porque la Iglesia continúa navegando. Nosotros no somos apóstoles pero sí somos testigos. Precisamente el lema del viaje apostólico de Juan Pablo II a España en mayo de 2003 fue “seréis mis testigos” (Hch 1,8).
Ahora somos alrededor de 1.166 millones de católicos en todo el mundo, la sexta parte de los habitantes del planeta, y cristianos, unos 2.100 millones. Vivimos con una secularización bastante o muy fuerte según la zona o el ambiente pero se calcula que unos 10 millones de españoles van a misa cada domingo, es decir, reciben al mismo Señor en Su Cuerpo y en Su Palabra, y son testigos.
¿Pero qué testimonio damos? España está a la cabeza en servicio a la caridad (de las pocas cosas buenas en las que España va hoy por delante), y particularmente las instituciones de la Iglesia, luego parece que sí somos cumplidores en cuanto a transmitir a los hombres el amor de Dios. ¿Pero verdaderamente les anunciamos Su amor? Con tantos que somos y el pecado que existe: abortos, homicidios, impurezas, corrupción… (y el nuestro también) algo falla: nos falta Él, no porque no nos acompañe, si no porque no le esperamos. No sólo en lo cotidiano de nuestras vidas, también cuando hacemos como el mundo, que cubre el Adviento (tiempo de espera) con unas fiestas vacías de contenido, evitando con frecuencia cualquier referencia al verdadero y único significado de la Navidad.
Lo primero, la conversión empieza por uno mismo, mirémonos a nosotros mismos y dejémonos transformar por el Señor para que, enamorados profundamente de Él, seamos luz en medio de nuestros amigos, compañeros, familiares… Esmerémonos en esto, hermanos, sin temor y, conscientes de nuestras limitaciones pero sobre todo de que Dios obra en nosotros de manera increíble.
Centrándonos en la lectura de hoy (perdonadme mi extensión), Pablo, después del naufragio llega a la isla de Malta. Su estancia allí recuerda a las palabras de Jesucristo: “Éstos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16, 17-18). Aunque muchos santos han obrado con signos sobrenaturales, puede que a nosotros no se nos concedan este tipo de gracias tan “espectaculares”, pero el Espíritu Santo hablará fácilmente en nosotros con un mensaje nuevo para quienes nos rodean sin ninguna esperanza en sus vidas, y el sufrimiento que les atormente podrá cesar si quieren.
Por último, Pablo es conducido a Roma. Allí se encuentra con una comunidad cristiana y, como en otros lugares, va a dirigirse a los judíos para anunciar la Buena Nueva. No todos creerán, de la misma manera que hoy muchos cristianos viven como aquellos judíos: han recibido la fe de sus padres pero se resisten a hacerla suya (como dirá el profeta Isaías en boca de Pablo al final de la lectura de hoy). Mientras tanto, cada vez hay más bautizos de adultos que han tenido noticia de la Salvación como los gentiles de entonces.
Tras dos años en Roma Pablo murió mártir bajo Nerón en el año 64 ó 67, pero también pudo haber sido indultado y llegar hasta la península Ibérica, como deseaba.

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