En el
capítulo anterior, San Pablo salía de Éfeso. Este viaje es diferente: ahora no
va a evangelizar nuevas zonas, sino que regresa a Jerusalén. En el camino de
vuelta, en los lugares por los que va pasando, encuentra grupos de discípulos:
el trabajo ha dado sus frutos.
Aunque
tengan un objetivo claro, Pablo y sus acompañantes se adaptan a las
circunstancias, y van aceptando los medios que Dios pone en su camino: llegan a
Tiro porque el barco en el que habían embarcado debe dejar allí su cargamento.
A nosotros, esta Palabra también nos recomienda no aferrarnos a nuestros planes
y dejar actuar a Dios.
En Tiro hay
una comunidad numerosa de cristianos, y se quedan una semana con ellos. Iluminados
por el Espíritu Santo, advierten a Pablo, aquí y en Cesarea, para que no suba a
Jerusalén, pero él asegura no tener miedo de dar su vida por Cristo, y decide
continuar. Sus compañeros se despiden de él orando juntos, y aceptan la
voluntad del Señor, aunque les duela.
En
Jerusalén, se ha extendido el rumor de que ha enseñado por todo el mundo
doctrinas contrarias a la Ley de Moisés, ya que no ha obligado a los creyentes
procedentes del paganismo a cumplir ciertos preceptos que no eran necesarios
para su salvación.
Los hermanos
le recomiendan que acompañe a los que van a cumplir sus votos, para demostrar
que él también cumple la Ley.
De la misma
forma, nosotros debemos procurar dar ejemplo, y no escandalizar a los demás.
En el Templo
lo reconocen y, como había advertido el Espíritu Santo, lo arrestan, acusándolo
erróneamente de haber introducido paganos en el templo. Los judíos consideraban
esto una profanación, porque pensaban que la salvación era solo para ellos, el
pueblo elegido. En cambio, San Pablo trata de acercársela a todo el mundo.
Nosotros
también tenemos esa misión, porque la Salvación es universal.
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