La semana pasada veíamos que la exitosa predicación
de Pablo en Éfeso despertaba las envidias, temores y odios de los comerciantes
de la ciudad. Por eso mismo, vemos hoy a Pablo despedirse de sus discípulos y
continuar su viaje por Macedonia y Grecia, donde permanece tres meses.
Concluida su labor aquí, Pablo decide regresar a
Siria; sin embargo, una conspiración contra él le obliga a elegir la ruta
terrestre para volver. No obstante, el Señor no lo abandona y le brinda como
compañeros de viaje a algunos de los discípulos de las ciudades en que había
predicado; además, en el camino se les une Lucas. Este viaje, en parte forzado,
se convierte en una buena oportunidad para visitar a las iglesias que nacen en
Grecia y Asia Menor, y de celebrar con ellos, en comunidad, las festividades de
la Pascua y la Eucaristía. Precisamente, en Tróade, durante la celebración de
la Eucaristía, que se había alargado hasta altas horas de la noche, Pablo obra
un milagro: resucita a un joven que había caído desde la ventana al quedarse
dormido durante su predicación. De esta manera, las palabras de Pablo quedan
respaldadas por los actos, demostrándose que no están vacías.
El viaje continúa por Asón, Mitilene, Quío y Samos,
hasta llegar a Mileto. Pablo prefiere no visitar a los hermanos de Éfeso para
llegar a tiempo de celebrar Pentecostés en Jerusalén. Sin embargo, Pablo sabe
que no volverá a verlos y desea despedirse de ellos. Manda llamar a los ancianos
de la Iglesia de Éfeso y, una vez reunidos, les anuncia
que, en Jerusalén, será preso. Les recuerda la misión de servicio que, Dios,
por medio de él, les ha encomendado, así como su propia predicación del
Evangelio. Además, los conmina a aferrarse a Éste, porque van a llegar tiempos
difíciles, tiempos en los que van a surgir persecuciones y falsos profetas que,
ávidos de fama, dividirán a los cristianos. Unos peligros que aún siguen
acechándonos. Tras encomendarlos a Dios y celebrar la oración comunitaria,
Pablo es despedido por sus discípulos con lágrimas en los ojos.
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