Dios nos habla cuando nos dirigimos a Él en la oración. En este capítulo se narra cómo, cuando están rezando, Bernabé y Saulo son enviados por el Espíritu Santo a anunciar la Palabra en Chipre y Antioquía. En ambos lugares, van primero a las sinagogas, para hablar allí a los israelitas, a los que “había que anunciar la Palabra antes que a nadie”, pero también a “cuantos, sin serlo, temen a Dios”.
En la sinagoga de Antioquía, San Pablo resume la historia del pueblo de Israel, que alcanza su plenitud con Jesús: Él es el Salvador prometido.
Cuando, en otro capítulo, San Pablo hable a los atenienses, no contará la historia de Israel, sino experiencias humanas más generales. Al evangelizar, hay que tener en cuenta a quien nos dirigimos, y cual es su historia personal: debemos ser “astutos como serpientes” (Mt 10,16).
Aquí, Pablo aprovecha su profundo conocimiento de las Sagradas Escrituras para llegar a los judíos. También nosotros debemos utilizar nuestros talentos para servir a Dios.
Al salir, les pidieron que el sábado siguiente volvieran a hablar de lo mismo, y mucha gente acudió para oírlos. Tanta, que a los judíos les dio envidia, y reaccionaron con insultos e injurias contra el testimonio de Pablo.
Pablo contestó a los judíos que, si ellos rechazaban la Salvación, la llevarían a los paganos. Estos se alegraron al oírlo, y muchos creyeron. Sin embargo, los judíos azuzaron a la gente contra Pablo y Bernabé, que tuvieron que irse de allí.
Jesús ya nos advirtió: “todos os odiarán por causa mía, pero el que persevere hasta el final, se salvará”.
Pero no debemos mirar sólo la paja en el ojo ajeno: muchas veces nosotros también sentimos envidia de los demás, cuando les salen las cosas bien, o cuando son muchos, y les criticamos.
¿A quién preferimos parecernos?
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