El tercer Evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles eran primitivamente las dos partes de una obra única que se separaron cuando los cristianos desearon disponer de los cuatro Evangelios en un mismo códice.
La tradición de la Iglesia es unánime en reconocer que el autor de esta obra es san Lucas, que parece pertenecer al círculo de Pablo. La fecha está en duda entre los años 62 -63, antes de la sentencia contra Pablo, o después del 70 como indica el Evangelio. Los destinatarios son principalmente paganos convertidos.
Tal vez por carecer de informes acerca de otros Apóstoles, san Lucas sólo nos habla de la actividad de san Pedro en Jerusalén y Palestina y de la de san Pablo, que va empujando la difusión del Evangelio por Asia, Europa y hasta Roma.
En el capítulo primero, Lucas nos relata la Ascensión del Señor y la promesa del Padre de enviarles el Espíritu Santo. Lucas nos dice que Jesús, después de resucitar, estuvo cuarenta días conviviendo con los suyos, subrayando el papel privilegiado que durante esas jornadas tuvieron los doce Apóstoles, a los que “después de su pasión, se presentó vivo, con muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del Reino de Dios” (Hech. 1,3). Además esta vez Jesús les introduce en un mundo misterioso que no logran entender: les pide que no se alejen de Jerusalén hasta que se cumpla la promesa del Padre de que serán bautizados en el Espíritu Santo.
La pregunta que los discípulos le hacen a Jesús de si es ahora cuando va a restablecer el Reino de Israel, muestra que ni con la resurrección han terminado de entenderle. En ella se mezcla su celo de buenos israelitas con sus preferencias políticas. NO se han dado cuenta de que se trataba de la inauguración de un nuevo Reino espiritual. La respuesta de Jesús se mantiene en el terreno del misterio, les dice simplemente: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre a establecido en virtud de su poder” (Hech. 1,7). En cambio, lo que sí está claro es que van a recibir el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser sus testigos. Podrán comenzar a hablar en su nombre. Esta misión comenzará por Jerusalén, la ciudad Santa, de ahí debe partir la Ley nueva (Is, 2,3) Luego deberá ser evangelizada Judea, después Samaria y habrá que llegar hasta los últimos confines del mundo.
Tras estas palabras, narra s. Lucas, la elevación de Jesús a los cielos. En su marcha de este mundo al Padre, aparece una nube, que lo oculta de la vista de cuantos lo contemplan. Tradicionalmente la nube representaba en la Biblia la presencia de Dios, es un símbolo teofánico. En Hechos la nube vela y desvela el misterio del Mesías Jesús. Por un lado lo oculta de la mirada atónita de sus discípulos, dándoles a entender con ello que ya no está aquí, y por otro revela su verdadera situación: está en Dios, ha vuelto con su Padre, Dios lo ha llevado a su lado.
S. Lucas expresa este paso conforme a la concepción del mundo que se tenía en esa época, según la cual el universo está dividido en tres niveles: El cielo (morada de Dios), la tierra (morada de los seres vivos) y los infiernos (morada de los muertos).
Ahora bien, ¿dónde está el cielo?, ¿dónde está el Padre? San Juan nos da la respuesta: “si alguno me ama, guardará mis palabras y mi Padre le amará y vendremos a Él, y haremos en Él nuestra morada.” Es decir, el cielo está en el corazón de los que guardan la palabra de Cristo.
Sigue diciendo s. Lucas que “los discípulos miraban tanto al cielo que no se apercibieron de que junto a ellos habían aparecido dos ángeles. El Evangelio de san Lucas, está ciertamente lleno de ángeles: aparecen en casi todos los momentos importantes de la vida del Señor; ellos anuncian su venida, cantan durante su nacimiento, aparecen en la agonía del huerto, guardan el sepulcro vacío…
No sorprende, por ello, que volvamos a encontrárnoslos en la ascensión. Esta vez se dirigen a los Apóstoles y les dicen: ¿qué hacéis ahí Parados mirando al cielo? (Hech. 1,11)
No es hora de quedarse paralizados contemplado el cielo; es hora de empezar a trabajar, de continuar su obra. Los ángeles, al mismo tiempo que invitan a los Apóstoles a la acción, les ofrecen la garantía de que Jesús volverá: “ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros, volverá como lo habéis visto ir al cielo.” (Hech. 1,11).
El relato continúa diciendo que los Apóstoles regresaron a Jerusalén y oraban continuamente junto con María y otras mujeres. Se pone de relieve la importancia de la oración en la vida del cristiano.
También se pone de manifiesto en este capítulo el papel predominante que juega Pedro con respecto a los demás apóstoles en el origen de la Iglesia. Él es el que toma la iniciativa para elegir al sustituto de Judas, orando primeramente como hacía Jesús antes de tomar decisiones importantes. Con la elección de Matías podemos decir que la Iglesia se ha puesto en marcha.
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