En el primer capítulo de su segunda carta, san Pedro nos exhorta a afianzar nuestra vocación, que es una vocación común a todos los cristianos: estamos llamados a ser santos.
El apóstol nos manda 'poner todo nuestro empeño': debemos esforzarnos para tener todas las virtudes en abundancia, y no solo algunas. No debemos conformarnos con poco, debemos aspirar a la perfección: Jesús nos dice: ''sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto''. Esto es imposible para los hombres, no para Dios (Mc 10,27).
Una de las virtudes de las que nos habla esta carta es la Sabiduría: el conocimiento de Dios y de su voluntad. Para alcanzarla, tenemos una luz que nos orienta en la oscuridad: La Palabra de Dios. Porque 'la Palabra es la luz verdadera, que ilumina a todo hombre' (Jn 1,9). La Palabra está junto a Dios y es Dios (Jn 1,1). Toda ella ha sido inspirada por el Espíritu Santo, y está enfocada a nuestra salvación, por lo que no puede interpretarse si no es teniendo en cuenta esta Salvación, que hemos recibido por medio de Cristo, que es la Luz del mundo (Jn 8,12), una luz sin ocaso.
San Pedro escribe que mientras viva estará siempre recordándonos estas cosas, aunque ya las sepamos, porque necesitamos que nos las recuerden continuamente: tenemos que ser constantes, para ser mejores y más sabios cada día. Y debemos, como san Pedro, ayudar a los demás a vivir como hijos de la luz (Ef 5,8), anunciando y recordando a todos el amor y la salvación de Cristo.
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