Este capítulo se trata de un bello ejemplo de actitud cristiana, de ejercicio de virtudes cuyo objeto y fin es Dios, que proceden de alguien que amó profundamente a Jesucristo y a pesar de sus errores, aprendió de su Misericordia sin límites.
En primer lugar nos habla del cuidado en el amor conyugal, y de cómo es reflejo del amor de Dios. Conceptos como comportamiento respetuoso y honesto, mansedad y tranquilidad, tratar con discreción y honrar al cónyuge, son espacios de la luz de Cristo para un cristiano en su propia vida, y así vividos, son también estímulo en la de los demás.
Y a partir de ahí, todo el texto es un torrente de vida cristiana, una sucesión continua de enseñanzas que el propio Pedro veía a diario en la vida de Dios hecho hombre. Parece que Pedro nos quiere convencer de una realidad que, al menos en mi caso, cada vez es más patente: si somos mansos y humildes de corazón, seremos dichosos y empezaremos a vislumbrar el reino de los cielos en nuestras vidas. No hay reino en la Tierra - ni la riqueza, ni la belleza, ni el poder, ni la fama – que pueda compararse al suyo – a su Misericordia, su Amor y su Gracia- que no olvidemos está también en los demás. Sé que es difícil y que caeremos en más de una ocasión, pero oiremos como Pedro nos anima a discernir nuestros actos para hacer la voluntad de Dios, a ser conscientes de que Cristo murió una vez por nuestros pecados y a cada día “volver a la vida” con el Espíritu Santo.
También os animo, a que en nuestras oraciones durante la semana, reservemos algún día para leer la Palabra de Dios. Que como esta noche, en esta carta que escribió San Pedro inspirado por el Espíritu Santo que Cristo le envió en Pentecostés, podamos iluminar nuestros problemas y decisiones diarias, nuestras dudas y oscuridades, y fortalezcamos nuestro comportamiento como buenos cristianos.
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