Pedro resalta en este capítulo que, para vivir cristianamente, hay que estar dispuestos a sufrir como Cristo. Renunciar al pecado, es decir, sobreponer la voluntad de Dios a las tendencias puramente humanas, como orgías, borracheras, comilonas, y seguir viviendo en el mismo mundo, con los mismos compañeros, no es fácil pues, al ir en contra del mundo, seremos perseguidos por él. Esto es lo difícil: formar parte del mundo haciendo la voluntad de Dios, ser testigos de Cristo con nuestra vida.
Y san Pedro nos explica como conseguir esto: mediante la oración, el amor y el servicio, poniendo cada cuál los dones que Dios le ha concedido a disposición de los hermanos para mayor gloria de Dios.
San Pedro ya nos advierte de que, a causa de este remar contra corriente, seremos perseguidos. Nos dice que no nos extrañemos pues la felicidad está en Cristo y son felices quienes lo conocen y perseveran en la amistad con Él. Por eso nos recuerda las palabras de Cristo en el sermón de la montaña: “Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5, 11-12). Por esto debemos estar alegres en la persecución porque, si nos persiguen por ser cristianos, significa que hemos encontrado el bien que no defrauda nunca y que nos da la felicidad, Cristo Jesús. Así pues, san Pedro nos recomienda que pidamos a Jesús que nos enseñe y nos dé fuerzas para caminar según su voluntad para que nos lleve de la mano a la vida eterna.
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