La lectura de hoy nos lleva a fijar nuestra atención en cómo debe ser nuestra vida cristiana. Si la primera parte de este capítulo, que vimos el lunes pasado, nos hablaba de la alegría de ser cristiano y tener nuestra meta en la vida eterna, hoy, S. Pedro nos anima a la santidad, a comportarnos a imagen de Cristo, que para eso nos ha declarado como “hijos suyos”. Nosotros, en agradecimiento a todo el amor que nos da, debemos devolvérselo con nuestra vida, demostrando que Él es lo primero para nosotros, que nada sin Él, merece la pena. Tenemos que intentar descubrir lo realmente importante de la vida y así, actuar como verdaderos hijos y herederos de Cristo.
Además, S. Pedro nos resume nuestra fe en algo que ya sabemos, que oímos a menudo en las catequesis y homilías, que el cristianismo es amor a Dios y al prójimo. En esta frase tan simple se encierra toda la grandeza y, a la vez, toda la dificultad que conlleva ser cristiano. Pero es que, sin Dios, no somos nada y, si el amor que recibimos nos lo guardamos de manera egoísta, no lo compartimos y no somos capaces de darlo a los que tenemos alrededor, ¿de qué nos sirve?
Con estas dos ideas tan sencillas, pero básicas para nuestra fe, podemos profundizar y mejorar nuestra vida cristiana diaria, tal vez sin grandes actos, sin mucho ruido, pero tened en cuenta que las cosas pequeñas y sencillas, al final, llegan más al corazón. Así que seamos santos y amemos a los demás, como nos recuerda hoy S. Pedro.
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