sábado, 6 de marzo de 2010

Introducción a la Carta a los Romanos (Javier 22/02/2010)

San Pablo escribe la epístola a los romanos, que hoy vamos a comenzar, en el invierno del año 55 ó 56 desde Corinto, y a punto de partir para Jerusalén, desde donde pensaba ir hasta Roma y después, a España. Roma era por entonces la capital del Imperio, como sabéis, y era emperador Nerón, quien más tarde iniciaría la persecución contra los cristianos. Podríamos contar mucho más pero vamos a centrarnos principalmente en lo que rodea a la carta de S. Pablo.

Como dice Hillaire Belloc en “Europa y la fe”, el Imperio romano fue una civilización unida, cuya característica principal era la aceptación absoluta e incondicional de un modo común de vida, adoptado por todos aquellos que habitaban dentro de sus límites territoriales. El romano vivía como ciudadano de un Estado cuya existencia daba por sentada y que llegaba a considerarse eterna. La unidad completa de este sistema social es más sorprendente aún si se considera el hecho de que existían no sólo innumerables libertades y hábitos regionales, sino también un número similar de opiniones filosóficas, de prácticas religiosas y de dialectos. Ni siquiera había un idioma oficial, había dos: el griego y el latín. El griego era un idioma conocido y usado entre la gente más culta. Llamaban, por ejemplo, episcopos a la jefatura monárquica regional, presbiter a los sacerdotes oficiales que estaban al mando de esta jefatura o diaconos a los que estaban en un orden inmediatamente inferior.

La religión que se practicaba en Roma era politeísta, con Júpiter como dios principal, y creían que todo estaba sujeto al deseo de los dioses. Gran parte de la gente consideraba al hombre como capaz de bastarse a sí mismo y a toda creencia como una opinión. Las masas paganas estaban ligadas a ciertas costumbres y la moral social se fundamentaba en las ideas romanas sobre la propiedad y bienes del hombre. Hoy, fuera de la Iglesia católica, no hay distinción entre la opinión y la Fe, y se ha hecho indiscutible la afirmación de que el hombre puede bastarse a sí mismo. La Iglesia propuso y propone sus doctrinas no como opiniones, sino como un cuerpo de Fe. Es decir, propuso la afirmación en lugar de la hipótesis, hechos históricos en lugar de mitos y los misterios que celebraba como realidades y no como símbolos, y así perdura todavía hoy.

Por otra parte, la sociedad estaba dividida en patricios (la clase alta), plebeyos y esclavos (que no tenían ciudadanía romana y eran prisioneros de guerra o delincuentes, principalmente). Así pues, los habitantes de Roma eran de muy diversas partes y sumaban alrededor de 1 millón. Las familias eran más o menos como ahora, es decir, con pocos hijos o sin ellos y había prácticas anticonceptivas, abortos, infanticidios y crímenes terribles, además de muchos excesos, especialmente, entre las clases altas. En el comienzo de la carta, que leeremos hoy, S. Pablo nos los describe y los condena, pues no sólo iban ellos mismos contra Dios, sino que además aprobaban a todo el que lo hacía.

La comunidad cristiana de Roma (en desarrollo y poco conocida), a la que se dirige S. Pablo, no la fundó él y no se sabe bien cómo se inicio, aunque lo más probable es que fueran judíos convertidos que venían desde Palestina, quienes junto con gentiles (todos aquellos que no son del antiguo pueblo judío) formaban esta comunidad. Se sabe que desde mucho tiempo atrás existía una importante comunidad judía en la capital del Imperio. Las catacumbas judías y las inscripciones sepulcrales dan testimonio de que se trataba de un grupo muy numeroso, entre los que había personas que desempeñaban altos cargos. San Pablo, según relatan los Hechos de los Apóstoles (Hch 18, 2), es informado por Áquila de que el emperador había expulsado a los judíos en el año 49, convertidos o no, por unas revueltas entre ellos. Y el historiador Suetonio escribe en “Vida de los XII Césares” que los judíos provocaron disturbios animados por un tal Cresto, Cristo para nosotros. Por eso, S. Pablo cree conveniente, para preparar su venida, hacerles llegar una carta por medio de Febe en la que les expone su solución del problema entre el judaísmo y el cristianismo, como ya hizo en la Carta a los Gálatas, como seguramente recordaréis.

Si en la Epístola a los Corintios, San Pablo se refería a la sabiduría que proviene de Dios frente a la de los hombres, cuando escribe a los Romanos, así como a los Gálatas, contrapone el Cristo Justicia de Dios a la justicia que los hombres pretenden por sus propios esfuerzos, estrechamente vinculada con la orgullosa confianza de los judíos en la Ley.

Ahora, sin querer profundizar mucho, comentamos el contenido teológico-doctrinal de esta carta. Éste se centra en que la Ley de Moisés, buena y santa en sí (Rm 7,12), que tuvo su valor de etapa preparatoria, ha caducado ya. Esta Ley hizo que el hombre conociera la voluntad de Dios, pero sin comunicarle las fuerzas para cumplirla, y le hizo consciente de su pecado y de la necesidad que tiene de la ayuda de Dios. Esta ayuda, prometida ya a Abrahán, antes de la Ley, se cumple en Cristo, pues por su muerte y resurrección ha destruido al hombre viejo, manchado por el pecado de Adán, y ha creado un hombre nuevo. Por tanto, el hombre, por la fe en Jesucristo, recibe ya gratuitamente la verdadera justicia y puede vivir según la voluntad divina.

Por la doctrina de la salvación o de la justificación, vivimos como hombres nuevos por medio de la fe en Jesucristo, y esta fe ha de florecer en obras buenas, realizadas por la fuerza del Espíritu Santo y no realizadas ya por la Ley. Además, estas obras se pueden realizar por todos los que creen, no ya sólo por los que vienen de la Ley. Asimismo, San Pablo nos muestra la eficacia de la muerte y resurrección del Señor, y su participación en la fe y en el bautismo; y nos insiste que los cristianos, sean de origen judío o gentil, como nosotros, debemos vivir totalmente unidos en la caridad. Y por último, nos subraya que estamos salvados en la esperanza y que participamos ya de la salvación, pues hemos recibido el Espíritu y nos alimentamos del Cuerpo y de la Sangre de nuestro Señor, de modo que Cristo vive en nosotros y nosotros en Él.

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