La mayoría de la gente comía las carnes sacrificadas a los ídolos, sin dar la más mínima importancia a lo que su hermano podía sentir. Pese a todo esto, decían llamarse y se presentaban como cristianos, lo cual, es una blasfemia, ya que para nosotros sólo hay un único Dios, de Quien procede todo y por el cual hoy existimos.
Por ello, todas aquellas personas que adoran a otros dioses o que ayudan a su “hermano” a hacerlo, no merecen ser llamados Hijos de Dios, porque como dijo alguna vez la madre Teresa de Calcuta: “Dios no me pide que tenga éxito, me pide que sea fiel”.
Esto ocurre mucho en nuestra sociedad, aunque pensemos que no tiene nada que ver. Por ejemplo, casi siempre en un grupo de jóvenes, hay alguno que, creyéndose el mejor, decide quién debe o no entrar en “su” pandilla, e incluso, muchas veces también lo podemos ver con otro “grupo de amigos”, que los consideraba inferiores a él, por no decir “enemigos”.
Esto nos hace reflexionar dos cuestiones:
- la primera es que pese a las diferencias que haya entre estos dos grupos, siempre es satisfactorio llevarse bien y dar lo mejor de ti a los demás, aunque los consideres tus enemigos, porque hay que seguir el ejemplo de Jesús, que hasta con la gente más despreciable se sentaba a comer. Ahí está la belleza de nuestro Dios y lo que nos diferencia de las demás religiones.
- Mientras que la segunda no es tan positiva como la primera, ya que, un buen cristiano no debe dejarse influir por los demás, y ante todo, debe considerar a Dios como lo primero.
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