sábado, 23 de mayo de 2009

1 Corintios 1, 17-2, 16 (Sofía E. 16/02/2009)

Toda predicación cristiana empieza por la cruz, pero, ¿cómo anunciarla hoy a un mundo al que nada molesta tanto como la cruz? (Un ejemplo lo tenemos en la retirada de los crucifijos de las escuelas públicas). ¿Cómo explicarlo a una civilización que identifica la felicidad con el placer y la grandeza con el poder? Si la cruz fue siempre un escándalo, ¿no lo será hoy más que nunca?

Para los romanos una religión de la cruz era algo antiestético, indigno, perverso. Iba contra las buenas costumbres el hablar ente personas decentes de aquella muerte, que era propia de esclavos.

Cristo sería el primero en experimentar esta dificultad cuando se atrevió a anunciar a sus apóstoles su muerte dolorosa. Pedro mismo lo toma aparte y lo reprende (Mc. 8, 31,32). Después de Jesús, San Pablo conocerá la misma dificultad, cuando al hablar en Atenas, no se atreve a nombrar la cruz. Sabe que resultará escandalosa para sus oyentes y más tarde dirá en la primera carta a los corintios: “Predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos”.

Los judíos esperan un Mesías triunfador y para los griegos un salvador ajusticiado es absurdo. ¡La cruz denuncia la mal empleada sabiduría humana y demuestra un poder y saber de Dios paradójicos!

La cruz es revolucionaria porque está llamada a cambiar nuestros conceptos, nuestras ideas sobre la realidad. A cambiar, sobre todo, nuestra vida.

Desde la cruz Jesús no dice: mirad cuanto sufro, admirarme. Jesús no murió para despertar nuestras emociones, sino para salvarnos, para invitarnos a una nueva y distinta manera de vivir. Una cruz que no conduce al seguimiento es cualquier cosa menos la de Cristo.

Las palabras de Jesús son tajantes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (Mt. 16. 24)

Esto, que parece difícil de llevar a cabo, no lo es, porque Jesús nos acompaña en nuestro camino y nos ayuda con nuestra cruz.

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